UN TESORO ABIERTO Levemos ancla desde Cáceres, Plasencia o Trujillo; arriemos velas y dejemos
que la brisa nos lleve, sin los temores de aquellos antepasados que surcaran mares
desconocidos para atraer después la mirada de la Historia sobre estos lares. Imitemos,
sin embargo, el mismo ímpetu que sintieran ellos hacia tierras y tesoros inmensurables.
En nuestro periplo los encontraremos, atravesando antiguos bosques
de encinas y alcornoques que, desprovistos por la mano del hombre de arbustos
y matorrales, sustentan pastos y cíclicos cultivos que son aprovechados por rebaños
de ovejas, majadas de cabras, piaras de cerdos y vacadas. A
nuestro paso por las estrechas carreteras, en ocasiones coincidentes con los todavía
transitados caminos de La Mesta, amparados por paredes de piedra y encinas, oteamos
y a las sierras del Monfragüe, cortadas a golpe de hacha aquí y allá. El vuelo
de majestuosas aves sobre las dehesas nos informa de las conexiones entre este
mar de encinas que surcamos y aquellos cerros y cantiles que se recortan al fondo.
Las 17.852 hectáreas que ocupa el Parque Natural son un verdadero
tesoro, pero no un cofre cerrado. Cuando los primeros rayos de sol calientan los
toboganes del aire o las sombras excavan cuevas en el bosque, muchas de las 290
especies de vertebrados que pueden encontrarse en el Parque a lo largo del año,
se dispersan kilómetros a la redonda buscando su diario sustento.
Hasta donde ellos llegan Monfragüe vive. Espacios de Vida
Entra el río Tajo en Monfragüe cortando las estribaciones septentrionales
de Las Villuercas, entre la sierras de Miravete y Serrejón, haciéndose defender
por el Salto del Corzo, imponente risco que sirve de portón a las bravías sierras
de Las Corchuelas y Las Herguijuelas. Casi 30 kilómetros más abajo, el indeciso
cauce del Tiétar acaba por sumar sus aguas al Tajo, que se abre camino entre las
sierras de Monfragüe y Peñafalcón, allí donde las cuarcitas del Salto del Gitano
se desploman vertiginosamente sobre las mudas aguas. Las furiosas
chorreras que cortaran la roca ya no truenan ni espumean, los frescos sotos de
las hondonadas, los arenales de los remansos, ... todo queda bajo estas lentas
aguas de los embalses de Alcántara y Torrejón (Tajo y Tiétar) desde que se construyeran
a finales de la década de los sesenta. Aquel ruido de torrenteras,
que se confundía con escopetazos de salteadores y cazadores, es ahora un imperceptible
sonido de disparos al pie de las peñas. Retinas mecánicas llegadas de mil confines
capturan las imágenes, y cada cual se lleva en su cámara un herbario, una pinacoteca,
un arca de Noé. Roquedos de pizarras y cuarcitas, espeso bosque,
impenetrable matorral, ríos y arroyos, y dehesas hasta cerrar el horizonte. Contemplando
todo esto desde el castillo de Monfragüe nos sorprede el vuelo velero de los buitres,
que surcan el cielo a la altura de las perdidas almenas, como silbos de antiguos
proyectiles, impasibles al brillo de las lentes que les observan y les recuerdan
aquellos avisos luminosos de los defensores del sitio, de atalaya en atalaya.
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